Imagen de la película "El sonido del trueno" Basada en este relato
El anuncio en la pared parecía
temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que
parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A.
SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS
ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en
la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los
músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba
lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante
el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo
regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el
oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su
guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si
usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares,
además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo
de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y
el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una
gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los
calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una
mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí
mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas
y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los
viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán
negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla,
huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los
cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se
devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como
cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca
muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al
comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación!
-murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera
máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección
hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados.
Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del
escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor
de las dictaduras. Es el antídoto, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual.
La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que
si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos
ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente
es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus rex. El
lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este
permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son
voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos
que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis
jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más
extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta
millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante
cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque
largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre
detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón
silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal
plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una
noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una
semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957!
¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y
probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento
almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y
bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro
hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance,
y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años
llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a
un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio
preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos
cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a
éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros
a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era
una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de
lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los
cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto
parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la
Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy
viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos
rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo
Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides
están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César,
Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con
movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis-
es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del
presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que
se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras
y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero,
instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros
del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un
metal anti gravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted
este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se
salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no
tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels.
Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y
había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de
color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro.
Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos
aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una
máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un
animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así
un eslabón importante en la evolución de las especies.
-No me parece muy claro -dijo
Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-,
digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las
futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las
familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno,
luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió
Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente
Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir?
Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león
muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres,
infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción.
Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde,
un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo,
sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha
aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón.
Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las
cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es
toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien
hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y
destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como
asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el
ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra
y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de
ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la
matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa
sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica.
Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su
huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca,
Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados
Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni
siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas
plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error
aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones
extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá
nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de
modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre
los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala
cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en
la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo
un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan,
tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe?
¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es
más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros
viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un
imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este
sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted
sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir
nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales
podemos matar?
-Están marcados con pintura
roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance
con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo Travis-. Los
rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho
tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve.
Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se
ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el
segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el
costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de
modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de
aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca
volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta
mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros,
nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja
-habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que
se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se
hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese
salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con
nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber
si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos
nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida. Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con
brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era
alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para
siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire:
los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos
gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el
equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.-
¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
- ¿Dónde está nuestro
Tyrannosaurus?
- Lesperance miró su reloj de
pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con
él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare
hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de
la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-.
Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith
es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que
nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas
aún.
-¡Levanten el seguro, todos!
-ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego,
Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes,
búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo
como un niño.
- Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la
niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de
gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien
hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de
distancia, salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre
patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de
los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero
contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón,
quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos,
encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla
de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y
acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados,
brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes,
mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una
tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la
boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban
en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la
boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un
lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas
de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes
pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas.
Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil
tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la
boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió
bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels
emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto
la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un
rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta -ordenó
Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del
dinero.
-No imaginé que sería tan
grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en
el pecho!
El Lagarto del Trueno se
incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas,
embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que
todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no
se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió
Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos
guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he
encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-.
Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se
miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos,
parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un
movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos
cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del
monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre
vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó
ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los
brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le
hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y
alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez.
El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del
reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y
ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para
acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas,
meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto
rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes.
Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris
negros.
Como un ídolo de piedra, como
el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se
abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero
de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo,
diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo
azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y
ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna
parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas
empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y
resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio.
Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron
en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los
rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara
abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al
Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a
Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los
otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los
cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno
podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las
cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último
instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba
para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una
excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las
cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el
equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos,
quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la
gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como
algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su
reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía
caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores:
¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al
futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente,
de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él,
como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo.
Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de
pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de
metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina.
Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros
pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante
armadura.
Un sonido en el piso de la
Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo!
-agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo
dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el
brazo. -Espera...
-¡No te metas en esto! -Travis
se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no
es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío!,
estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de
dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh,
condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la
licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de
barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó
Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien
mil dólares!
Travis miró enojado la libreta
de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está
junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto,
cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen
al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez,
con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió
lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas
y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos
más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las
manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el
suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a
eso - dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para
saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no
buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a
Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos.
Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se
paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No
hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí del sendero, eso es todo;
traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me
arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo
advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho
nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían
dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás
del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo
escritorio.
Travis miró alrededor con
rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo.
Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del
sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir.
No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-.
¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había
algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil
grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores
blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más
allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le
temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros
del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos
silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito
silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este
hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio...,
se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora,
no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros,
casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato.
El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había
leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había
cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A.
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS
AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una
silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo,
temblando.
-No, no puede ser. Algo tan
pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante,
verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una
mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa
exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios,
derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó,
y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo.
La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las
cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado.
Preguntó, temblándole la boca:
- ¿Quién... quién ganó la
elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador
se rió.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy
bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos
un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-.
¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas.
Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a
sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos
llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de
nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos
cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis
preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.
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lunes, 11 de junio de 2012
El ruido de un trueno (Bradbury)
viernes, 8 de junio de 2012
La casa del juez (Stoker)
Portada del libro
Próxima la
época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde
poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y
también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho
tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pequeño pueblo sin pretensiones
donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus deseos de pedir consejo a
algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido
donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades,
y todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los
amigos. Así que decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan
sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró
un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los
trenes de cercanías.
Cuando al
cabo de tres horas de viaje se bajó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo
bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la
tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la
única fonda del pequeño y soñoliento lugar, y tomó una habitación para la
noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una
semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los
restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un
desierto.
Al día
siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y
apacible que una fonda tan tranquila como «El Buen Viajero». Sólo encontró un
lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la
tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra más apropiada para
aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una cierta
idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y
estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo
acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada
por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la
impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto
era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el lugar que estaba
buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su alegría aumentó cuando se
dio cuenta que estaba sin alquilar en
aquel momento.
En la
oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al
saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford,
abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada
que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease
alquilar la casa.
—A decir
verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños, naturalmente, que alguien
ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el
pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto
tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y
la mejor manera de acabar con él es ocuparla..., aunque sólo sea —añadió,
alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante como usted, que
desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson
juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que
sobre aquel tema podría conseguir más información en cualquier otro lugar. Pagó
pues por adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el recibo y el nombre
de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó
con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de
la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase
y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con
estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
—¡En la Casa
del Juez no! —exclamó, palideciendo.
Él respondió
que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando
hubo terminado, la mujer contestó:
—¡Sí, no
cabe duda..., no cabe duda que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él
le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en
contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así porque hacía muchos
años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de
la región, pero debían ser al menos unos cien o quizá más) había sido el
domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del
rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los
acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía
decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar.
De todos modos, el sentimiento general era que allí había algo, y ella por su
parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le
pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante
Malcolmson ante la posibilidad que sus palabras pudieran preocuparle.
—Es que esas
cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven,
se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío,
y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una [sola] noche, aunque
tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que
hay en el tejado.
La pobre
mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además
de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que
se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
—Pero mi
querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí.
Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas
en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos «algos»; por
otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que
algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La
progresión armónica, las permutaciones, las combinaciones y las funciones
elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La señora
Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y él fue en busca
de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de
unas dos horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora
Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos
portadores de diversos paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en
una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y
las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era
bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido
oreada desde hacía por lo menos cincuenta años.
La buena
mujer sentía a todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y
recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los «algos» que al
menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante.
Tras
examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo
suficientemente espacioso como para satisfacer todas sus necesidades; y la
señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a
ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con
mucha y bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina
provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó
toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:
—Quizá,
señor, puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire,
puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la
cama por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si
tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de..., ¡de «cosas» que
asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a
mirarme!
La imagen
que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente.
La señora
Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se
hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se
sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del
mundo.
—Le diré a usted
lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de cosas..., ¡menos
duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y
tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se
caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es
viejo..., tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y
escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a verlos?
¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las
ratas..., ¡y no crea otra cosa!
—Señora
Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza—,
¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en
señal de mi estima hacia su indudable salud mental, cuando me vaya le daré la
posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos
últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán
para mis propósitos.
—¡Muchas
gracias por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo dormir ni una
noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow, y si pasara
una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir
viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una
vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto,
señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su
estancia.
—Mi buena
señora —dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con el propósito de
estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido al difunto señor
Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan
admirable que me vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación.
¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto! La vieja
se rió secamente.
—¡Ah!
—dijo—, ustedes los señoritos jóvenes no se asustan de nada. Puede estar seguro
que encontrará aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a
trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su
paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba), se
encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y
la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora
Witham.
—¡Esto sí es
comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos.
Tras
terminar de cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro extremo
de la gran mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego,
despabiló la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa
hasta más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos
para avivar el fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse una taza de té.
Siempre
había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía
quedarse estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que
dejaba de estudiar. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una
sensación de delicioso y voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó y
chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y antigua habitación y,
mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento
de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían
las ratas.
«Seguro que
no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando
—pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el ruido iba
en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente
nuevos. Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la
presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara, pero a medida
que transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas, y ya se
hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y eran
realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la
pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían,
bullían, roían y arañaban!
Malcolmson
sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: «los duendes son las
ratas y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su efecto
estimulante sobre nervios e intelecto, y el estudiante vio con alegría que
tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes que
terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió
el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y
recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa
como aquélla había permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los paneles de
roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en
madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro mérito. Había algunos
cuadros viejos en las paredes, pero estaban tan densamente cubiertos de polvo y
suciedad que no pudo distinguir ningún detalle a pesar que levantó la lámpara
todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó con alguna
grieta o agujero bloqueados por un momento por la cabeza de una rata, cuyos
brillantes ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con
un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó a Malcolmson
fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón
de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una
gran silla de roble tallado y respaldo alto y se sentó para tomar su última
taza de té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego y volvió a su trabajo,
sentado en la esquina de la mesa, con el fuego a su izquierda. Durante un buen
rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir, pero acabó por
acostumbrarse al ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un
reloj o al rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en el trabajo
que nada en el mundo, excepto el problema que estaba intentando resolver,
hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de
pronto, sin haber conseguido resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire notó
esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta
para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde
luego, tenía la impresión que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que
precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a
levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un
profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su
sang froid, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre
la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había
una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto
para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de
arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes
dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una
luz de venganza.
Malcolmson
se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para
matarla. Pero antes que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que parecía
concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana
de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la
lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más
extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.
Esta vez
Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el
gallo cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a
descansar.
Durmió tan
profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para
arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la
estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que
ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su duro trabajo nocturno,
pero una cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar
su paseo matutino, llevándose consigo unos bocadillos por si no le apetecía
volver hasta la hora de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos,
y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a
saludar a la señora Witham y a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella
le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum, emplomada con
rombos de vidrios de colores, salió a la calle a recibirle y le pidió que
pasase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo
que decía:
—No debe
trabajar tanto, señor. Esta mañana está usted más pálido que otras veces. Estar
despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno
para nadie. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No
sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que le
había encontrado tan profundamente dormido cuando llegó!
—Oh, sí,
todo ha sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me han molestado
los «algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico circo por todo el
lugar. Había una, de aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse a mi
propia silla, junto al fuego, y no se habría marchado de no haberla yo
amenazado con el atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana de alarma
y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo
bien debido a la oscuridad.
—¡Dios nos
asista! —exclamó la señora Witham—. ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto
al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy
verdaderas que se dicen en broma.
—¿Qué quiere
usted decir? Palabra que no la comprendo.
—¡Un viejo
diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor, no se ría usted! —pues Malcolmson
había estallado en una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven, creen que es
muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa,
señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo.
¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena
señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus
temores.
—¡Oh,
perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa
me ha hecho gracia..., eso que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado
en mi silla...
Y al
recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella
noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había
iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras
les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó
un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su
trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior.
¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban,
roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las
bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo,
con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos
el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos
ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire
travieso y juguetón.
A menudo,
las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras
de la pared.
Una y otra
vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para
asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para
que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así
transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson
fue sumergiéndose cada vez más en el estudio.
De repente,
alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de
silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un
silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso de la noche anterior, e
instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña
sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá, al
lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba
la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y malignos.
Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas
de logaritmos, y se lo arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata ni se movió;
así que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de
nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de
la campana de alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese
seguida inmediatamente por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta
ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la
estancia desapareció el animal, pues la pantalla de su lámpara dejaba en
sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró su
reloj y observó que era casi medianoche y, no descontento del divertissement,
avivó el fuego y se preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente
sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un cigarrillo; así
pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea y fumó con
delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gustaría saber por dónde
lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en
práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de
ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón
derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que
tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si
llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó
su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la
cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo
teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar.
«Se podría
colgar a un hombre de ella», pensó para sí. Terminados sus preparativos, miró a
su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora,
amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su
estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las ratas,
pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas.
De nuevo fue
reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el repentino
silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la
cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros
estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la
cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la
silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la
mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido
movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y
luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en
el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y
pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de dar en el blanco; el libro
voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido
terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad,
trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la
cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La
lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era
pesada y no llegó a caerse.
Malcolmson
siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda
lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de
los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de
polvo y suciedad.
—Mañana le
echaré una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el estudiante,
mientras recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro partir
de la chimenea: no lo olvidaré. —Tomó los libros uno a uno, haciendo un
comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos—. Secciones cónicas no
la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los Principia, ni los
Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —Malcolmson
lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita
palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció
levemente mientras murmuraba para sí—: ¡La Biblia que me dio mi madre!
¡Qué extraña
coincidencia!
Volvió a
sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas.
Sin embargo, ahora no le molestaban; al contrario, su presencia le
proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el
estudio y, después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre manos,
lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor
del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este.
Durmió
pesadamente pero inquieto, y soñó mucho; cuando le despertó la señora Dempster,
ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante
algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su
primer encargo sorprendió bastante a la criada.
—Señora
Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que tome la escalera, saque el
polvo y limpie bien todos esos cuadros..., especialmente el tercero a partir de
la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien
entrada la tarde estuvo Malcolmson estudiando a la sombra de los árboles; a
medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban
progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había
conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces
le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió
hacer una visita a la señora Witham en «El Buen Viajero». La encontró en su
confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue
presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a
gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una
serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era
casual, así que dijo sin ambages:
—Doctor
Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si
primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor
pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
—¡De
acuerdo! ¿De qué se trata?
—¿Le pidió a
usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor
Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció
vivamente y
volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e
inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
—Así fue, en
efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y
mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo
fue que no le gustaba la idea que estuviese usted en esa casa completamente
solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara
el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen
estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad
de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un
extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson
le tendió la mano con una radiante sonrisa.
—¡Choque
esos cinco!, como dicen en Norteamérica —exclamó—. Le agradezco mucho su
interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en
la misma moneda.
Prometo no
volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice. Y esta
noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
—Estupendo
—dijo el médico—. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo
caserón.
Malcolmson
relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido
de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham, hasta que
finalmente, al llegar al episodio de la Biblia, toda la emoción reprimida de la
mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un
buen vaso de coñac con agua no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo
con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la
señora Witham quedó tranquila preguntó:
—¿La rata
siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
—Sí,
siempre.
—Supongo que
ya sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda.
—¡No!
—Es —dijo el
doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las
víctimas del cruel juez.
Al llegar a
este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo
que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse.
Malcolmson, tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se
marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado.
Cuando la
señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas
preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza
del pobre joven.
—Ya tiene
allí demasiadas preocupaciones —añadió.
El doctor
Thornhill respondió:
—¡Mi querida
señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención
hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle
en un estado de gran sobrexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que
sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan
sano y fuerte mental y corporalmente como el que más.
Pero luego
están las ratas..., y esa sugerencia del diablo... —El doctor agitó la cabeza y
prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro
que eso le hubiera humillado.
Parece que
por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así
deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de
aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me
mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se
alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
—Oh, doctor,
¿qué quiere usted decir?
—Exactamente
esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran
campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor
hizo un mutis tan efectista como se podía esperar.
Cuando
Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre
y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad
Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio
y reluciente, un alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara estaba bien despabilada.
La tarde era muy fría para el mes de abril, y soplaba un pesado viento con una
violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta
para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos
tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia
lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso
rumor había algo que le hacía sentirse acompañado.
Sus
pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho que las ratas sólo dejaban de
manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres)
entraba en escena. Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla
verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal
modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable
por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa.
Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de
cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que
nada le distrajese, pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería
aprovechar de la mejor manera posible el tiempo que disponía.
Durante más
de una hora trabajó sin problemas, y luego sus pensamientos empezaron a
desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales
circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud
nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se
había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja
casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la
tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos
gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las
estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía estar
sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como
si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la
flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al
escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que
utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al
rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía
sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba
observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas
víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una
reliquia tan macabra.
Mientras
permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido
comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a
notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se
estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó
instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia
él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad,
mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda
y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta que el ruido de las
ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.
Todo esto le
dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la rata
ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que
no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha
de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche
anterior.
A la primera
ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara,
y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas
gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y
animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos
segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que
una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.
Era el
retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y
despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz
ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto
de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían
una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcolmson sintió frío,
pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le
cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres
desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de
las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la
pintura.
El juez
estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la
derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una
cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una
sensación de horror, Malcolmson reconoció en esa escena la habitación donde se
hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna
extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que
formaba la chimenea y, lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que
llevaba en la mano.
Allí, en la
silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella
enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente
intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio.
La lámpara
caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y
el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato
serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el
sudor y meditó un momento.
—Esto no
puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya!
Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han
debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi
vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a
comportarme como un necio.
Se preparó
un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio.
Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el
súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y
la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera
granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco
del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El
fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor
rojizo. Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante
ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la
cuerda, y el estudiante pensó que debía producirlo el roce de la cuerda contra
el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo,
al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la
estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por completo; se podía ver un
color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al
descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con
un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran
rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo
superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado. Malcolmson sintió por un
momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta que la posibilidad de
comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero
este sentimiento fue remplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando
el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien
dirigido, pero antes que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer
y aterrizó en el suelo con un blando ruido. Malcolmson se abalanzó al instante
sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la
estancia.
Malcolmson
comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y
decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la
pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al
hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante
aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los
cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcolmson pudo
ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con
sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.
En el centro
del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el
lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del
cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda,
pero la figura del juez había desaparecido.
Malcolmson
estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse
y a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían
haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso
casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír.
Allí, en la
gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de
púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de
triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro
birrete. Malcolmson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se
siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin
embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola,
deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes
repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó
interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los
ojos desorbitados, heridos de horror. A medida que iba sonando el reloj se
intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado
la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza.
Lenta,
deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que
yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese
placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo
con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo
transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse
a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson,
con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido
movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson empezó a darse cuenta en ese
momento que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había
cierta fascinación en los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya
mirada Malcolmson se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba
(sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo
arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un
rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear
contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle,
sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo
haciendo un poderoso esfuerzo.
Esto se
repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos,
sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre
de su desesperación, Malcolmson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La
lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia. En las
numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de
las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello de
bienestar. Miró y pudo darse cuenta que la cuerda de la gran campana de alarma
estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez
salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían,
de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta
que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había
comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el
juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó, y un gesto
de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones
encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció
estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus
cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas
seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo.
Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue
abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante
pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcolmson,
permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos
del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el
juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó,
colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y
tomó el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la
mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el
extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que
colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la
silla.
Al comenzar
a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un
gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se
encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie
respondió. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor
iba a la cabeza de todos.
El cuerpo
del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de
alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.
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