torre de los picos, alhambra de Granada
Desde esa
esquina se puede ver la torre. Si el testigo abandona por un segundo el ruido
de la vida porteña, descubrirá tras las paredes circulares un aquelarre. El eco
del mismo lugar que la humanidad resguarda en la penumbra bajo diferentes
disfraces. La esencia de los cimientos de construcciones tan antiguas como las
pirámides y Stonehenge. Allí se suceden acontecimientos -incluso próximos a lo
cotidiano- que atraen a hados y demonios.
Fue lupanar y fumadero de opio. Acaso alguno de sus
visitantes haya dejado el alma allí preso del puñal de un malevo. Pero fue
cuando llegó aquella artista pálida, María Krum, que su esencia brotó al fin.
Recuerdo que apenas salía para hacer visitas a la universidad. Fue en su
biblioteca donde hojeó las páginas del prohibido Necronomicón. Mortal fue su
curiosidad por la que recitó aquel hechizo. Quizá creyó que las paredes sin
ángulos la protegerían de los sabuesos. Pero esas criaturas son hábiles,
impetuosas, insaciables. Los vecinos oyeron el grito del día en que murió.
Ahora forma parte de la superstición barrial. Pero yo sigo oyendo su
sufrimiento y el jadeo de los Perros de Tíndalos que olfatean, hurgan y
rastrean en la torre.
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