Portada del libro "Casa tomada y otros cuentos"
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y
antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de
sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno,
nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura
pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la
limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le
dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera
de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa
profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces
llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos
pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que
llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada
idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra
casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con
la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los
ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de
que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad
matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se
porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa
labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas
siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y
chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un
momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón
de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los
sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se
complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba
esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si
había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la
Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el
tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se
puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda
de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina,
apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que
pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses
llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la
entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las
horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o
dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era
hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con
gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas
retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la
cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los
dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica,
y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán,
abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios,
y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el
pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la
casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y
seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la
puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse;
Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más
allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble
como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero
eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,
apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y
entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con
plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo
en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias
inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y
de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo
hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que
llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El
sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o
un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo
después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la
puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de
golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y
además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la
bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su
labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la
parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por
ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de
Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los
primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con
tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de
brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar
el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el
almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos
porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al
atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio
de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un
poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a
revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el
tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en
el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel
para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y
poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de
la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a
veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por
medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos
respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los
mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores
domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las
hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza.
En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a
hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay
demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella.
Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los
dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche,
cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y
antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso
de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal
vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el
sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi
lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente
que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el
pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo
hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas
fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y
nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las
hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos
habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de
mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé
con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos
así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de
entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se
le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada
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